Cuando comenzamos a leer Un Lun Dum carecíamos de referencias sobre la novela, más allá del rápido vistazo que habíamos echado a su reseña editorial. Pero había algo en él que nos llamaba poderosamente la atención. Hay portadas bien diseñadas, para qué negarlo. A veces cumplen su función.
Así que nos zambullimos en ella de cabeza, que para eso estamos en verano, y en un primer momento nos pareció que en vez de bucear flotábamos, como en las aguas del Mar Muerto. No es que no nos gustase lo que leíamos, es que por muy imaginativa y bien construida que estuviera la historia no parecía que la cosa avanzase.
Había una heroína y una amiga suya que traspasaban una frontera, personajes fantásticos, una descripción detallada, extremadamente minuciosa de un espacio fantástico en el que solo muy poquito a poco, brazada a brazada, nos movíamos. Y así`prosiguió la primera parte: El despliegue imaginativo notable, la acción leeeentaaaaaa.
Entonces China Miéville, su autor, le dio a la flechita del play y todo pasó de la cámara súper lenta a la normal. Descubrimos que en ese espacio alucinante, en el que la realidad del mundo que conocemos se reflejaba como en uno de los espejos cóncavos de Valle Inclán, todo cambiaba de perfil. La ñoñez de la supuesta protagonista se queda encerrada en el olvido, los secundarios asumían el poder y la novela adquiría un estupendo ritmo de fuga:
Hay una guerra por venir: El mundo al otro lado del espejo corre el riesgo de desaparecer devorado por la oscuridad, mientras un minúsculo grupo de héroes insólitos se enfrenta al inmenso poder maléfico que lo amenaza todo; lo fantasmagórico cobra vida, lo imposible se hace posible.
Y una novela que estábamos a punto de abandonar tras las cien primeras páginas nos hizo quedarnos sin dormir una noche entera porque no podíamos esperar para conocer su desenlace.
Una recomendación especial para jóvenes lectores pacientes.
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